SOBRE EL ROL DE LOS PSICÓLOGOS
“Para hacer salud mental no alcanzan los psiquiatras: hacen falta arquitectos, artistas, pintores, personas que hagan música. Se necesita gente, obreros y madres de familia; se necesitan jóvenes, se necesita un tejido social que invente algo nuevo y que lo invente atravesando lo viejo...”.
Franco Rotelli.
Pienso en situaciones, casi al modo de escenas, que asaltan mi “conciencia” con distintos grados de violencia: el chico de la calle que ameniza sus mañanas difíciles con tardes de inhalantes a las vías del subte; la villera púber violada por su padre; el estibador alcohólico haciendo piruetas a orillas del río marrón; el jubilado deprimido que debe empeñar sus recuerdos en el Banco del Presente, sin futuro; la custodia policial en el Hospital Borda por la huelga de personal; y así innumerables ejemplos de nuestra “psicopatología de la vida cotidiana”.
Escribo, en principio, para mis compañeros, profesionales del campo de la salud mental, y en especial, para aquellos que quieran reflexionar sobre su práctica psicoterapéutica, sobre las teorías que pululan en nuestro medio, Freud, Lacan, y la moda, acaso ya suntuaria, de analizarse, participar de grupos de estudio y “controlar” pacientes.
Creo que el auge del psicoanálisis, en los últimos años —con la escuela francesa a la cabeza—, reposa, en última instancia, sobre una especie de culto a la universalidad, entendida como una esencia fija e inmutable que desconoce las condiciones del desarrollo social y material de nuestro pueblo.
Una suerte de complejo de inferioridad sufren muchos de nuestros psicoterapeutas con respecto a sus colegas de países “desarrollados”. Aún hoy verbalizan alguna lamentación por el hecho de que esta Argentina no se parece lo suficiente a Francia o los Estados Unidos, países donde las cosas son diferentes y ordenadas...
La imitación servil y la subordinación son escotomizadas bajo el manto de lo que presumiblemente tendría un elevado status científico.
Se desconoce de este modo la existencia del altercentrismo psicológico, por el cual las producciones de los países “centrales” son juzgadas como las mejores, desjerarquizando las propias.
Hoy en día, los países del llamado Tercer Mundo pagan las deudas, contraídas y usufructuadas por ciertas minorías pro-oligárquicas, bajo la forma de cuotas encubiertas: salarios de hambre, crisis económica, marginalidad creciente, y también bajo la forma de importación acrítica de bienes y teorías.
Les resulta complicado a los “intelectuales” de la especialidad interrogarse sobre la correspondencia de dichos productos con los medios económico-sociales de donde surgen.
Plantean temas de estudio con instrumentos, variables y unidades de análisis inferidos de otras realidades, montando investigaciones con la —a veces— obvia presunción de conocer los resultados.
La cultura es la expresión de la Nación, de su modo de vida, de sus preferencias, mitos, tabúes e ideales. Es la resultante dinámica de tensiones endógenas y exógenas de la sociedad global.
El carácter nacional es lo que dona a una cultura identidad, especificidad, haciéndola refractaria o permeable con relación a aspectos de las demás culturas, y a la vez facilita la posibilidad de su influencia sobre otros modos culturales.
No hablo de “conciencia de lo nacional” en términos de una cerrazón en cuanto a la comunicación con otros estilos de vida, pero aclaro que no estamos obligados a alcanzar a nadie, porque llega el momento y la hora de trabajar por nuestros hombres y mujeres, en su cotidianeidad, los cuales muchas veces escapan a los circuitos tradicionales de atención psicoterapéutica.
Me refiero a una conciencia de lo propio que políticamente se identifique con la opción de las mayorías, y que denuncie también el desviacionismo reaccionario que se sirve de los emblemas nacionales para mantener los privilegios de unos pocos sobre los más...
La obligación de una psicología que piense los temas nacionales es ponerse en contacto estrecho con el pueblo, hablando con su lenguaje, interpretando sus modos y captando sus matices, sin recurrir, en la práctica cotidiana, al uso perverso del lenguaje técnico, que tiene por finalidad la intención de confundir y encuadrar a la gente como profana.
Frantz Fannon, psiquiatra argelino, decía: “La empresa del oscurecimiento del lenguaje es una máscara tras la cual se perfila una amplia empresa de despojo. Se pretende, al mismo tiempo, arrebatarle al pueblo sus bienes y su soberanía. Todo puede explicarse al pueblo, a condición de que se quiera que comprenda realmente...”.
Si existe la utopía de lo nacional, planteo a los compañeros el desafío de cooperar en la construcción de un modelo nacional de salud mental para nuestra comunidad, en reemplazo de lo perimido y de las copias.
Hablo de la necesidad de los aportes solidarios y participativos de todos los sectores en pos del traspaso de los programas a las gentes.
No pretendo plantear nada nuevo; aspiro a la acción concertada de los operadores de salud mental con el pueblo excluido, interpretando sus aspiraciones y necesidades reales.
Pienso en la vigencia de una epistemología convergente que anude desde lo interno las influencias exógenas, sin desechar ningún instrumento, técnica o aporte que tenga la capacidad para transformar la actual situación de salud mental.
Los profesionales de la especialidad, por el narcisismo que nos suele atravesar, somos, frecuentemente, proclives a entronizar cuanta teoría aparezca, aunque sea un cuasidelirio. Es momento, entonces, de pensar en sus aplicaciones para el hombre vivo, y no para el de la letra escrita.
Hoy quiero señalar que llegó la hora del replanteo profundo y sincero de nuestras teorías y técnicas, de denunciar a quienes están prendidos a los privilegios de una atención elitista e inequitativa, y de dilucidar: qué vamos a hacer en el campo de la salud mental, con qué instrumentos, y, principalmente, a quiénes está dirigido nuestro accionar.
Si aceptamos aquella concepción del hombre que lo entiende como un sujeto social e históricamente producido, como emergente de sucesivas tramas vinculares, debemos aclarar, sin más trámite, que nuestras terapias procuran una transformación, lo cual implica acercarse a un estado de cosas como producto de nuestras acciones de campo. Así, es preciso que nos orientemos con alguna imagen de las metas que buscamos, o, dicho de otro modo, que enunciemos sin temor los criterios de salud que sostenemos.
Es tiempo, también, de revisar las categorías diagnósticas que manejamos, incluyendo más variables en nuestras conceptualizaciones, que determinan nuestras acciones ulteriores. Es necesario desechar las ecuaciones individualistas y plantear en su reemplazo niveles de análisis relacionales y vinculares.
Nuestros marcos de referencia deben suponer una gran flexibilidad, incluyendo aspectos contextuales, y no debemos descartar la realización de estudios epidemiológicos que pongan en evidencia las demandas de nuestra población.
Es insostenible, a esta altura, la oposición dilemática entre psicoanálisis y psicoterapias, prácticas grupales y/o comunitarias; es imprescindible entender que se trata de la utilización de distintos recursos según las características y demandas de las situaciones en juego, dejando las polémicas estériles y narcisistas para los “doctores” de las instituciones, las cuales encubren, en realidad, cuestiones de mercado.
No podemos confundir “inanalizabilidad” con “intratabilidad”, sin que ningún “personaje” nos prescriba a qué Freud retornar.
Para concluir —lo cual habla sólo de una forma distinta de comenzar—, vuelvo a un Freud no muchas veces recordado y a su conferencia pronunciada con motivo del Vº Congreso de Psicoanálisis, en el año 1918, titulada Caminos de la terapia psicoanalítica, en uno de cuyos fragmentos dice: “No podemos evitar encargarnos también de pacientes completamente inermes ante la vida, en cuyo tratamiento habremos de agregar al influjo analítico una influencia educadora, y también con los demás surgirán alguna vez ocasiones en las que nos veremos obligados a actuar como consejeros y educadores. Pero en este caso habremos de actuar siempre con máxima prudencia, tendiendo a desarrollar y robustecer la personalidad del paciente, en lugar de imponerle las directrices de la nuestra propia...”.
* Este artículo fue publicado en la revista “Roles”, nº 6, de noviembre de 1988.
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